GRULLAS DE ORIGAMI, UN SíMBOLO DE PAZ ENTRE LOS CEREZOS EN FLOR DE HIROSHIMA

En mi primer día en Japón, el frío corría por las calles con afilados dientes felinos. Pero, a la mañana siguiente, sin que nadie me lo hubiese avisado, llegó la primavera. De sopetón. Gorro, bufanda, guantes, y hasta la chaqueta, estaban de más. A los pocos días, en las horas centrales del día, andaba en mangas de camisa entre el gentío que había tomado los parques de Kioto.

Porque lo habían anunciado en la tele. En los informativos habían seguido su progresión, que había empezado al sur, en Okinawa, había alcanzado la isla de Kyushu, avanzaba de ciudad en ciudad, desplegándose en las calles, pintando las aceras. Un coche se detuvo en una esquina. Bajó el conductor. También paró un motorista. Y, al igual que hacían los peatones, sacaron el móvil para tomar unas fotos de las ramas escuálidas de un arbolillo, donde despuntaba un racimo de flores rosadas. ¡La sakura! ¡Cerezos en flor!

Little Boy explotó a ciento cincuenta metros de la Cúpula Genbaku, que figura hoy como Memorial de la Paz de Hiroshima

Por la noche me acerqué al parque Maruyama. Los árboles estaban iluminados. Los suculentos aromas de los tenderetes de comida flotaban por el aire y el gentío, a centenares, o miles, colapsaba los accesos.

Hui hacia al sur. Un shinkasen, un tren bala, me dejó en Hiroshima. Tenía pendiente una cita con la infamia humana. Su rastro sigue patente en la Cúpula Genbaku. Del edificio diseñado por el checo Jan Letzel, inaugurado en 1915 para la Exposición Comercial de la Prefactura de Hiroshima, quedan hoy algunas paredes y la estructura de hierros retorcidos de la cúpula que lo corona. Little Boy, la bomba atómica que lanzó el bombardero americano Enola Gay, explotó a ciento cincuenta metros, justo sobre el hospital Shima. En un radio de dos kilómetros la ciudad quedó arrasada. A dieciséis kilómetros, estallaron los cristales. A sesenta kilómetros pudo oírse la detonación. La bomba barrió un tercio de los habitantes de Hiroshima. Y, a las setenta mil víctimas iniciales, se sumarían de setenta mil más, heridas por la radiación y la nube siniestra que siguió a la explosión.

La cúpula figura hoy como Memorial de la Paz. Enfrente, en la otra orilla del río Motoyasu que pasa a sus pies, se extiende el parque de la Paz. Allí quema la llama que permanecerá encendida hasta que la amenaza nuclear abandone la Tierra y se levantan monumentos en recuerdo de las víctimas, entre las que había miles de coreanos que en aquel momento realizaban trabajos forzados en la ciudad. Los niños disponen de monumento propio. En muchos casos las consecuencias aparecieron años más tarde. A Sadako Sasaki, que tenía dos años cuando se lanzó la bomba, los primeros síntomas se le manifestaron a los once. Se le diagnosticó una leucemia. En el hospital, una compañera de habitación le contó que, a quien doblaba mil grullas de origami, se le concedía un deseo. Dobló las mil, y más, pero moría meses antes de cumplir los trece años. Convertidas en símbolo de la paz, las grullas llegan de todo el mundo por millares y envuelven el monumento de los niños.

El antes, durante y después de la bomba en la ciudad, con numerosos ejemplos sobrecogedores, se expone allí mismo, en el Museo Conmemorativo de la Paz. Salgo con el corazón en un puño. Los cerezos en flor que flanquean el río parecen dispuestos para atenuar el golpe. Bajo sus ramas, han tendido lonas azules. Están dispuestas para acoger a compañeros de trabajo, familias, amigos, que se reúnen para celebrar un pícnic y brindar por la vida.

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