PíA SALAZAR, TENACIDAD, OSADíA Y EMOCIONES EN LA COCINA DULCE

“Soy cuencana y provengo de una familia de mucha tradición”. Los Ortega, cuenta la cocinera Pía Salazar, siempre estuvieron vinculados a la producción de sombreros de paja, que el abuelo Homero empezaría a exportar a todo el mundo. Ella, copropietaria junto al cocinero Alejandro Chamorro del restaurante Nuema, en Quito (Ecuador), fue nombrada mejor cocinera de postres de Latinoamérica el pasado año.

Asegura que nunca soñó, ni de lejos, que un día se vería sobre un escenario. “Cuando se celebró en Mérida la gala latinoamericana de 50 Best Restaurants llegué a enfadarme con el cámara que estuvo siguiéndome desde que llegué y le supliqué que dejara de enfocarme porque la sala estaba llena de cocineros reconocidos y yo no era nadie. Estaba tan desesperada que me encerré un rato en el baño”.

A Salazar le entusiasman los colores de los ingredientes y trata de diluir las barreras entre el universo salado y el dulce. El día en que combinó rábanos y alcachofas, asegura, empezó a olvidar prejuicios. “Creo que una cocina ha de tener un poco de la otra y ambas han de trabajarse desde la complicidad, como tratamos de hacer en Nuema. “Yo le digo a Alejo (Alejandro): ‘Si tú empiezas bien el menú yo he de acabarlo rebién’”.

Ama la despensa vegetal y siente la inquietud de expresar sus emociones a través de platos dulces, que a veces se inspiran en sus propios recuerdos. Como el de la hacienda de los abuelos adonde su madre, que se había casado con un quiteño (se trasladaron a la capital cuando ella tenía cinco añitos), la enviaba los veranos. 

Salazar ama la despensa vegetal y siente la inquietud de expresar sus emociones a través de platos dulces

Muchas de sus elaboraciones están inspiradas en aquellos tiempos, cuando iba al mercado agarrada a la mano de la abuela o en las meriendas dulces que aprendió a preparar viendo a aquellas mujeres mayores que se reunían por Carnaval y pelaban albaricoques o higos. “Con mis abuelas descubrí la pasión por cocinar. Yo era tan dispersa en los estudios que solo esperaba que llegara el fin de semana para preparar pasteles de chocolate”.

Le gusta homenajear a sus seres queridos, como hizo con el osado y delicioso postre de coco, levadura y ajo negro. Partió de un encargo para un importante encuentro gastronómico que le llegó cuando atravesaba un mal momento porque acababa de fallecer su padre. Pensó homenajearle a través de una creación dulce. “Era la única manera de poder crear algo, porque estaba fatal”. Alguien le dijo que era una combinación horrorosa e insistió en que cambiara de idea. Ella había decidido elaborarlo con el fruto que a él le entusiasmaba, con la levadura que representaba su espíritu rompedor y el ajo como símbolo de su fuerte presencia. “Era mi tributo y me dije que me esforzaría en perfeccionarlo, pero que no lo cambiaría”.

Lo tuvo listo para la fecha señalada, apenas cinco días después de que el sutil revoloteo de una mariposa de grandes alas le anunciara que el padre acababa de fallecer, antes de que sonara la llamada del hospital, en plena pandemia. “Cuando Enrique Olvera probó aquella elaboración, quiso verme y me dijo que nunca un postre le había emocionado tanto. Aquel día me prometí creer en lo que yo hiciera, y cada vez estoy más convencida de que la seguridad está en tu corazón”.

De un modo u otro quizás ya lo sabía aunque no fuera consciente. Explica que su padre era médico y a veces llegaban personas a casa con problemas graves a las que había que atender de urgencia. Y que un día el hombre llamó a su hermano, mucho mayor que ella, para que le echara una mano sujetando el instrumental mientras él susurraba y el chaval se desmayó. “Entonces me vio allí, tan pequeña, observando atenta, y me pidió que le ayudara. Lo hice sin pestañear”. Animada por aquel personaje vocacional que siempre le inculcó que “hay que complicarse la vida y ponerse retos, porque lo fácil es demasiado fácil”, empezó Medicina. Pero no pasó del primer curso. “Soy muy sensible y la morgue fue mi límite: no podía entender cómo el ser humano puede estar bien y en un momento…”.

Cuando Enrique Olvera probó aquella elaboración, quiso verme y me dijo que nunca un postre le había emocionado tanto 

Pía Salazar Cocinera de postres en Nuema  

La vida y la muerte tan cerca, como ella misma las ha sentido. Sufrió un accidente siendo muy pequeña al caer de un piso elevado y nadie se explicó cómo logró salir de aquella. Y en 2005 un terrible accidente de coche la haría atravesar el parabrisas de cabeza. Pía Salazar pasó por múltiples intervenciones y uno de sus ojos quedó afectado de glaucoma degenerativo y tuvo un desprendimiento de retina. “Ahora cada ojo es de un color, como los de algunos husky”. Al principio se lo tapaba, pero de nuevo su padre la convenció de que el párpado podía caer. “Y sobre todo me enseñó que la diferencia es bella, como en los huskies; que el cuerpo cambia y el alma permanece y que se nos quiere por cómo somos, no por la apariencia”. Cuenta que aprendió a quererse y a aceptarse y que enseñó a sus hijos a no ceder ante la crueldad de otros niños. “Ellos dicen que están orgullosos de mí”.

Pía Salazar ya había demostrado su valentía al no renunciar a una vocación que en casa no gustaba. “Cuando decidí cambiar medicina por la cocina y estudiar con los ahorros del dinero que me mandaban los abuelos se lo tomaron como un drama”. Lo mismo ocurrió con la llegada muy temprana del primer hijo, inesperado. Pero pronto vieron que Pía tenía una valentía y una tenacidad inquebrantable y que era imposible no apoyarla.

En su camino se cruzaron excelentes maestros: Gastón Acurio y Astrid Gutsche. “Trabajé para ellos durante años, y aprendí a estar orgullosa de la despensa de mi propio país”. Allí, en ese universo Astrid&Gastón, conocería a Alejandro Chamorro, Alejo, a quien tuvo como becario y a quien al principio tildó de arrogante y poco aplicado, por lo que a punto estuvo de despedirlo. Pero empatizaron y acabaron siendo amigos y posteriormente pareja. Con él regenta el restaurante al que quisieron llamar Nuema “en honor a nuestros hijos, Núria, Emilio y Martín”. Y hablar de Nuema es hablar de una familia que forman una piña y comparten un proyecto.

Pía Salazar, las decisiones que salen de las entrañas y esa espiritualidad que la guía. Como cuando supo que era el momento de volar y abrir con Alejo su propio negocio para mantener a la familia Cuenta que cuando abrieron el primer Nuema en la quiteña calle República del Salvador nadie les conocía. “Queríamos hacer un bistrot con postres, pero nos quedó tan bonito que enseguida vimos que nos había salido un restaurante”. A ella le entusiasma el interiorismo y necesita intervenir en esos espacios que, asegura, “han de explicar el ser humano que lo habita desde el momento en que cruzas la puerta”. Lo hace con la complicidad de Alejo, a quien define como un artista y alguien que cuida cada detalle.

Pía Salazar, las decisiones que salen de las entrañas y esa espiritualidad que la guía

El tercer Nuema, que estrenaron hace poco, ocupa una bella casa de la capital que arrendaron por pura insistencia suya. Aunque al principio la dueña se resistiera “Sabía que era el lugar y que sería bueno para nosotros y para ella, porque embelleceríamos la finca”. Un árbol preside el lugar. “Porque nos identifica, porque somos nosotros, con nuestras ramas y nuestras raíces apegados a la tierra, y con nuestros ancestros”.

Explica esta pastelera que aparecer en la lista de The World’s 50 Best Restaurant o su premio de cocina dulce les permite abrir camino a otros colegas emprendedores a los que apoyan desde su nuevo liderazgo. Y que si un día fueron los primeros en servir un menú degustación en Ecuador (aquello fue en el segundo Nuema, en un hotel situado en el bello centro histórico de la ciudad) no es porque quisieran ser los más modernos. “Fue porque no teníamos dinero, nos habíamos trasladado del primer Nuema porque no venía nadie, sólo la familia, que nos decía que nos dedicáramos a otra cosa porque no podíamos tener más pérdidas. Hasta que un día entró una clienta que nos ofreció trasladarnos a ese hotel sin cobrarnos el alquiler los primeros meses”.

Aquello, asegura, no era una opción, sino la última carta que les quedaba: “O funcionaba o teníamos que dedicarnos a otra cosa”. Y a pesar de que al principio los clientes se resistían a aquella dictadura de los menús degustación, acabaría siendo un éxito. Hasta que el lugar les quedó pequeño y, de nuevo ella, supo que había llegado el momento de buscar esa casa en la que echar raíces que ya sienten suya.

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Yaiza Saiz

La implicación de los dos hijos varones en el restaurante impresiona. Hubo un tiempo en que Martín, el mayor, estuvo más en el día a día, pero ahora vive en Estados Unidos donde estudia Sonido, sin perder detalle de lo que ocurre en Quito. Lo de Manuel (gemelo de Núria) es todo un fenómeno que sorprende a quienes los visitan, como ocurrió con el grupo de cocineras latinoamericanas al que invitaron a cocinar en su casa recientemente y quienes vieron trabajar al chaval como uno más del equipo (ahí estaba, entre otras, la colombiana Leo Espinosa, la primera que habló de ellos a sus colegas de la alta cocina).

La implicación de los dos hijos varones en el restaurante impresiona

Con doce años, Manuel suspira por salir de clase para enfundarse la chaquetilla blanca y el mandil. “Parece que haya estudiado cocina, tiene una facilidad impresionante y una perseverancia que impresiona. Cuando algo no le sale bien repite y repite hasta aprender.  Y a veces da instrucciones a cocineros formados que llevan años trabajando, con naturalidad. Lo lleva en el alma y está atento a todo lo que se mueve en la alta cocina. Nos dice que trabajará duro para conseguir dos estrella Michelin para Nuema”. Cuando la madre subió al escenario para recibir ese reconocimiento a la mejor cocina dulce de Latinoamérica, Martín y sus hermanos, al otro lado del teléfono, lloraban de felicidad y de orgullo.

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