LA TUMBA BERNARDINI EN PALESTRINA: EL GUSTO ETRUSCO POR LO ORIENTAL

Los etruscos siguen siendo terra incognita en aspectos fundamentales de su civilización. Se debe a que no hay claves para desentrañar esos misterios de manera palmaria. Ocurre con su propia aparición en la historia. Algunos estudiosos ven su período fundacional en la cultura de Villanova, situada en la costa tirrena, entre el Arno y el Tíber, entre el cuarto inicial del I milenio a. C. y 750 a. C., aproximadamente, considerada el debut de la Edad del Hierro en la península itálica. Pero otros investigadores toman ese lapso como un mero poso formativo, ya que las primeras inscripciones incuestionables en lengua etrusca en la región datan de 700 a. C.

La nebulosa empieza a disiparse cuando Grecia pone un pie en la bota. El desembarco comenzó por el sur, en torno a la bahía de Nápoles. Establecida en la isla de Eubea a mediados del siglo VIII a. C., esa primera colonia de la Magna Grecia, a la que pronto se sumaron fundaciones corintias, jonias y áticas, inauguró el diálogo comercial y cultural de las tierras helenas con los etruscos. Pero los vestigios también señalan la sólida relación de estos últimos, ya plenamente reconocibles como civilización, con una vasta red de Estados levantinos del Mediterráneo.

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Javier Cisa

Lidia, Siria, Fenicia, Asiria, el reino de Urartu (en el altiplano armenio) y Egipto integraban ese amplio entramado mercantil. Las transacciones no siempre estaban mediatizadas por los griegos. Los etruscos también negociaban de modo directo con las gentes lejanas y refinadas de donde salía el sol. Y esto no tardó en influir en su cultura. La absorción de rasgos importados de las sofisticadas naciones del este dio vida al denominado período orientalizante. Concentrada en el siglo VII a. C., fue la primera fase ya indiscutible de la civilización etrusca.

La rica y abierta Etruria

Esa fase dejó abundantes rastros tangibles de su transformación cultural. Las cremaciones, típicas de la etapa villanovense, pasaron a ser masivamente enterramientos, salvo en Etruria septentrional. La nueva ola orientalizante deparó un sinnúmero de aspectos. La división del trabajo y su especialización, la escritura, el torno alfarero, la arquitectura funeraria y una plétora de objetos realizados en materiales preciosos o exquisitamente trabajados se contaron entre las novedades.

El sepulcro Regolini-Galassi, datado en Cerveteri hacia 650 a. C., abrió los ojos de la arqueología a ese esplendor tecnológico, material e intelectual tras su hallazgo en 1836. Sin embargo, sería otra tumba principesca la que exhibiría en toda su magnificencia lo desarrollados y bien conectados que estaban los etruscos durante su florecimiento, con la mirada atenta a Oriente.

Según el historiador ovetense José María Blázquez Martínez, la “Etruria del período orientalizante tiene unos tesoros de joyas de oro mucho más numerosos que los de Tartessos; lo que indicaría que (...) contaba con una aristocracia mercante mucho más numerosa e importante”. Blázquez ilustra ese apogeo con el sepulcro Bernardini de Palestrina, del segundo cuarto del siglo VII a. C.

Ese yacimiento es tan relevante porque, como detalla otro experto en la Antigüedad occidental, el arqueólogo Franco Arietti, de la Superintendencia Arqueológica de Roma, “la tumba Bernardini destaca y resume de forma ejemplar los diferentes componentes que se hallan en el origen de la cultura orientalizante”.

Arietti califica la tumba de “explosión de riqueza”, característica que distingue los refinados enterramientos orientalizantes de los mucho más austeros de la Etruria previa, cuando aún convivían las cremaciones con las inhumaciones. Tal como C. Densmore Curtis explicó en 1919 en una de las Memorias de la Academia Americana en Roma, hacia “mediados del siglo VII a. C., los etruscos habían devenido un pueblo opulento y poderoso”.

Un tesoro en serio peligro

Detallaba Densmore Curtis que “importaban libremente sus productos artísticos”. Y lo más interesante: “Ellos mismos se convirtieron en productores de obras de arte”, no solo “empleando formas y motivos largamente conocidos en Occidente”, sino, además, “intentando imitar, con mayor o menor éxito, los diseños llegados de otras tierras”. Es decir, del este.

Palestrina, según la Historia de la cultura material del mundo clásico, era una ciudad a la que se aludía en los textos antiguos como colonia de Alba Longa y parte de la Liga latina. “Entre 1885 y 1876 se descubrieron en el entorno de este núcleo las tumbas principescas de mayor categoría de todo el territorio” del Lacio. Tras identificarse el sepulcro Barberini, se halló el Castellani y, después, el Bernardini, bautizado este último como los hermanos que financiaron su excavación privada, emprendida en 1876. Pese a representar lo mejor del exquisito y revolucionario período orientalizante, su exploración se caracterizó por una incompetencia altamente destructiva.

Las sorpresas del sepulcro

El ajuar totaliza 123 objetos de lujo, un exceso hasta para una tumba palaciega. Comprende 15 piezas de oro, 26 de plata y plata dorada, 33 de bronce, 7 de hierro, 27 de marfil y 15 de vidrio, loza, ámbar o cuero, lo que nos habla de un difunto de rango muy elevado entre los etruscos del siglo VII a. C.

Un grueso perímetro lítico rectangular protegía el enterramiento. Los muros al norte y sur medían 5,45 m; 3,80 m el oriental y 3,92 m el occidental. La pseudocámara, además, presentaba dos bancos dispuestos en L.

Rodeado por sus armas, el muerto yacía en el del sur. En el de poniente, se desplegaban suntuosos bienes del ajuar funerario. Un carro ocupaba espacio al norte, mientras que un alto lebete, o caldero de bronce (1,80 m), se erguía al este con figuras de sirenas y grifos. Muchas otras piezas estaban reunidas en el área central, más baja, del sepulcro.

La más polémica, sin duda, ha sido la fíbula Prenestina (por Praeneste, hoy Palestrina). Su autenticidad se cuestionó repetidamente. Aportado por el arqueólogo alemán Wolfgang Helbig en 1887, el broche lleva inscrita la leyenda más antigua que se conoce en latín: “Manio me hizo para Numerio”. Un hallazgo epigráfico en 1999 y un análisis fisicoquímico en 2011 demostraron que todo es genuino.

La tumba Bernardini refleja “el imponente despliegue regio [...] de las monarquías orientales”, resume Arietti. El profesor Blázquez precisa que el lebete y una pátera de esta inhumación presentan “guerreros y prótomos de serpientes” que la etruscóloga italiana Maria Antonietta Rizzo vincula a las copas fenicias que hay en varios museos, desde Boston a Leiden. Todas ellas proceden del mismo taller, que se sitúa, probablemente, en Chipre, a finales del siglo VIII y comienzos del siguiente, “una de las etapas del comercio fenicio hacia Occidente”. Pues bien, toda esta valiosa información sobre las interconexiones mediterráneas en tal época estuvo a punto de no conocerse jamás.

Reveses naturales y humanos

¿Por qué? Debido a “trabajadores inexpertos”, apunta Arietti. Las obras en la tumba Bernardini fueron tan improvisadas que “nadie había entendido lo que se estaba excavando”. Con los siglos, la estructura de madera y piedras que techaba el recinto sepulcral se había venido abajo, junto con el montículo, dentro del foso funerario. Para colmo, este se encontraba completamente invadido por toba y bloques calizos que comprometían la detección, la integridad y hasta la supervivencia del ajuar. El típico suelo arcilloso del Lacio había contribuido a la inestabilidad que facilitó ese desastre.

Entre las adversidades naturales y la impericia humana, se terminaron recobrando numerosos mazacotes terrosos tan toscos y compactos como de contenido incierto. Solo se daba importancia a que fueran trozos grandes, sin más. Se desecharon los huesos del difunto de la fosa (solo se conservó la falange de un dedo), se hizo trizas la escasa alfarería indemne tras el derrumbe y se perdieron restos textiles, de madera y otros materiales efímeros. Esta debacle fue subsanada, en parte, por arqueólogos profesionales que, enterados de la situación, se precipitaron al yacimiento desde la cercana Roma.

Uno de ellos, el alemán Wolfgang Helbig, descubridor del hallazgo más controvertido del sitio, logró entrevistar por los pelos a los peones poco antes de que se marcharan. Así es como recabó datos del espacio funerario, el cronograma de la excavación o la ubicación original de los vestigios. Gracias a esta meticulosa posproducción arqueológica, pudo contextualizarse este manantial material e informativo de la Etruria orientalizante.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 672 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].

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